Portugal: Donde el silencio huele a sal y a saudade

Portugal es un susurro. No te grita, no te exige. Te invita, te insinúa. Es un país que no se impone, pero que se queda en ti con una ternura casi incómoda, como el recuerdo de algo que nunca viviste pero igual echas de menos.

Llegué a Setúbal con el mar como destino y descubrí que allí el Atlántico no es solo geografía: es carácter. En sus playas, el viento me hablaba en portugués, aunque yo no entendiera. Caminé por el mercado de Livramento, con sus mosaicos azules y su bullicio matutino, y sentí que la vida puede vivirse con sencillez y dignidad. En una terraza frente al puerto, comí pescado fresco y bebí vinho verde mientras el atardecer se deshacía sobre el estuario del Sado. Era como estar dentro de una postal antigua, de esas que nadie se atreve a enviar por miedo a que se pierdan en el tiempo.

Después vino Lisboa, ciudad de colinas melancólicas y tranvías que parecen juguetes melancólicos cruzando calles empedradas. Lisboa es un poema de Pessoa escrito con adoquines y faroles. Me perdí —a propósito— por el Barrio de Alfama, escuchando fado en alguna taberna escondida donde las guitarras parecían llorar por alguien que no volvería. Desde el mirador de Santa Luzia, vi cómo el Tajo acariciaba la ciudad con un cariño milenario.

En Lisboa aprendí una palabra que no tiene traducción directa, pero que contiene todo: «saudade». Es ese vacío lleno de algo. Esa nostalgia de lo que fue, de lo que pudo ser y, sobre todo, de lo que uno nunca sabrá si existió.

Portugal me enseñó que hay países que no se entienden con mapas, sino con el alma. Que hay lugares donde escribir no es una tarea, sino una necesidad de rendirse ante la belleza simple. Y que a veces, lo más profundo de un viaje no está en lo que se ve, sino en lo que uno siente en silencio mientras todo sucede.

 

Ramón Montes Palomino